viernes, 9 de enero de 2009

Roberta llora en el subte

Una escalera, otra, una fila, la tarjeta magnética, sigo caminando, corro hacia el tren antes de que la puerta se cierre, siento en la cara el aire caliente que circula veloz dentro del túnel, busco un asiento y comienzo el ejercicio de siempre. Ojeo un rato la carpeta que llevo conmigo para estas ocasiones, leo todos los carteles de propaganda, miro el letrero que anuncia la próxima estación, y al llegar a ella sube Roberta. Se sienta frente a mí y, con esa costumbre que tanto me critican, la observo despacio, de pies a cabeza tratando de disimular, lo cual me resulta bastante difícil. Es delgada, vestida con... podría decirse austeridad, casi con pobreza, y con mucha pulcritud. Me detengo en su pelo; es largo, algo ondulado, canoso, muy canoso, no del todo blanco, pero con una cantidad de hebras plateadas que contrastan con el resto del cabello oscuro. Si uno la viera de espaldas pensaría que se trata de una anciana, pero no tiene arrugas. Su piel es lisa y blanca, muy blanca, y no usa maquillaje. Se queda un rato con la mirada clavada en una ventanilla y, de pronto, sin mediar transición, comienza a llorar silenciosamente. Las lágrimas brotan de sus ojos como verdaderas cataratas y todo su cuerpo se sacude espasmódicamente mientras mira hacia el suelo en un intento vano de ocultar el llanto. Después de varios minutos, saca un pañuelo de su bolso de loneta blanca, y se seca la cara despacio, con minuciosidad. No quedan en ella rastros del llanto, y su expresión vuelve a ser la misma que hace un rato. No se percibe en ella una expresión angustiada ni preocupada, no hay rictus ni gestos que denoten sufrimiento, solo una especie de pasiva resignación. Pasan unos minutos más y después de dos o tres estaciones la situación vuelve a repetirse exactamente igual; el llanto de abundantes lágrimas, los movimientos espasmódicos, y, finalmente, el secado prolijo y exhaustivo del rostro. La expresión de los ojos es lavada, no están enrojecidos, tampoco su cara nos habla de ningún avatar reciente. Todos los interrogantes están planteados, pienso. Por un momento tengo ganas de levantarme de mi asiento y preguntarle qué le pasa. Después me digo que lo más probable es que se sienta sorprendida, avergonzada, incluso fastidiada por mi intromisión. Cuando estamos en un estado de ánimo que nos provoca llorar con ese desconsuelo, seguramente no queremos que una extraña nos venga a abordar interesándose por nuestro sufrimiento. O sí, nunca se sabe. Hay gente que está inmersa en una soledad tan profunda que quizá agradezca que alguien desconocido le diga una palabra, pero ¿cómo saberlo? Cómo hacer para que el sufriente no sienta que lo están invadiendo en su intimidad, a pesar de que él de alguna manera la está exponiendo al echarse a llorar en un lugar público. Cómo evitar que se ponga a la defensiva y acabemos expulsados y desairados merecidamente por nuestra falta de prudencia. Es que, se me ocurre pensar, algunas veces nos sumergimos tanto dentro de nosotros que nos parece que estamos solos en el mundo, y que, además, somos invisibles a los ojos de los demás. Nos sentimos tan minúsculos y poco importantes que no imaginamos que alguien pueda interesarse en nuestro pesar. Me sigo haciendo preguntas y dudando: ¿qué me produce ser testigo involuntaria del llanto de Roberta? ¿En realidad estoy conmovida y siento la necesidad de ayudarla o simplemente es morbosa curiosidad? ¿Cómo separar estos sentimientos o estas sensaciones que casi siempre vienen tan juntas, tan de la mano que no podemos separarlas? ¿Qué es lo que nos hace detener el paso frente a un accidente, o a una persona que se descompone en la calle? ¿Es piedad, es solidaridad, o es morbo, esa cruel fascinación que nos lleva como un imán a quedarnos absortos contemplando la desgracia ajena como quien mira un espectáculo, esperando ver todos los detalles sangrientos? Si no tuviéramos esa condición o esa tendencia, no se explicaría el éxito, por llamarlo de algún modo, de las malas noticias, que venden cifras récord de periódicos, o suben repentinamente el rating de los noticieros. No me decido. Dudo una y otra vez mientras el tren sigue su camino en la oscuridad; finalmente, en la estación José Hernández, Roberta se baja, seguramente harta de mis indecisiones o totalmente indiferente a ellas, ni siquiera me mira, se baja y sigue su camino en calma, como si nada, rumbo a su vida.

II 
Roberta llora en el subte todos los días. Llora porque sí, porque no, porque tal vez. Llora y no le importa que la miren, que la vean bajar la cabeza y dejar brotar lágrimas sin medida, sin ton ni son. No le importa mojarse la cara y que las gotas caigan sobre el planchado pantalón vaquero con raya y todo. El vaquero no se plancha con raya, pero no le importa, ella le hace raya, y no le importa. Menos le importan sus canas, y tiene muchas. Tampoco le interesa usar otra cartera que no sea la vieja bolsa de lona color crudo, pasada de moda. El saco gris, tejido con lana gruesa, experto en inviernos desapacibles, ya acumuló una buena cantidad de pelotitas apelmazadas, pero, ni siquiera eso puede alterar el llanto de Roberta. El viaje dura lo mismo de siempre, dos o a lo sumo tres accesos de llanto, no más. No puede llorar cuatro veces porque pasaría de largo la estación en la que debe bajarse. Y no es lo mismo bajarse en José Hernández que en Juramento. Cuando sale a la luz de la calle, su cara está completamente seca y deberá guardar otro poco de lágrimas para el regreso, y otro poco para el día siguiente. Entonces, caminará despacio una cuadra, dos, tres, hasta llenar seis cuadras con sus pasos. Interrumpirá su siembra de huellas pequeñas justo en la entrada de la casona gris, tocará el timbre, y la misma enfermera de uniforme almidonado de todos los días la recibirá con una sonrisa breve. Subirá las escaleras de mármol hasta el primer piso, respirará hondo, observará un instante la figura que permanece inmóvil junto al ventanal, entrará en la habitación y dirá como todos los días: —buen día Manuel. Sólo el silencio será la respuesta, no habrá un signo que le diga que él la está escuchando. Se acercará despacio, pasará la mano por la cabeza casi calva, tomará el plato recién servido, y comenzará a intentar la tarea infructuosa de alimentar a ese ser sumergido en un pozo de ausencia infinita. Ya no lo reconoce, ya no sabe quién es, como tampoco sabe quién es ella. No puede pensar en el pasado, es como si nunca hubiese existido y es también como si toda su vida hubiera hecho simplemente eso, viajar en subte todos los días, llorar en dos o tres estaciones, darle de comer a Manuel y volver al pequeño departamento donde transcurren las horas de su pena. A veces, piensa que no lo debería llamar más Manuel, ése no es su nombre, ya no. Este hombre envejecido, consumido, de piel seca y ojos opacos no puede ser Manuel. Manuel no es ese montón de músculos y huesos inmóviles acomodados en una silla de ruedas frente a una ventana. En todo caso, tampoco ella es ella. No lo será nunca más. Una parte suya se perdió junto a la memoria de Manuel en ese laberinto donde se confunde el pasado y el presente. Termina el ritual de todos los días, le da un beso en la frente, y sale otra vez a la calle. Camina hasta la estación del subte, despacio, mientras siente apenas en su cara el aire fresco del otoño recién comenzado, que revuelve las hojas que se amontonan alrededor de los árboles.